Cuando lo asumes. Cuando eres capaz de asumir que en tus
veintiún años tienes dos problemas. Dos problemas que van agarrados de la mano,
que casi cuando conociste a uno el otro apareció. Ese momento en el que te
haces tan pequeñita que no sientes nada a tu alrededor. Este maldito momento.
Este maldito momento para madurar y aceptar que tendré la condena de ambos
castigos toda mi vida. Ella y Él. Él y Ella. ¿Y yo? Yo ya no existo, hace días,
meses, años que yo no existo. Y creerme que no hay dolor más grande que esto
que yo siento dentro de mí. A veces es necesaria la huida la distancia, el
tiempo, para valorar todo lo que nunca he valorado antes, para madurar todo lo
que nunca he madurado. Simplemente para abrir los ojos. ¿El dolor que siempre
he sentido? Ese dolor, mi dolor. Esa forma de sentirme fuerte, de valorarle más
que a mí. Esa forma de quererlo, y de no quererme a mí. Esas cosas, esas
pequeñas cosas, que aún recuerdo y aún quiero. Aunque sea un cabrón para el
mundo, para mí siempre será el más grande. Y así continúo, a base de patadas y
golpes. Empiezo a flaquear, a no querer. Empiezo a ser débil y empiezo a querer
abandonar. La lucha ha sido fuerte, yo lo he sido durante años. Pero hoy, se
acabó. Él se acabó, ella empieza con su juego de siempre. Y yo simplemente,
sigo aquí con mis pequeñas cosas. Con tus pequeñas cosas. Sinceramente, hoy, y
más que nunca te echo de menos.
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