Sin nada que decir.

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Él la observaba detenidamente. Se fijaba en sus dulces manos, su pelo tan liso con algún que otro tirabuzón y sus ojos azules como el mar.
-Su whisky sólo.
Él le respondió con una sonrisa.
Era un hombre canoso, ojos apagados y una barriga digna de su edad. Vestía traje de chaqueta tapado con una larga gabardina gris.
Ella en cambio era joven, delgada como aquella emperatriz, su larga melena acariciaba descuidadamente su espalda y sus labios no paraban de moverse al hablar con cualquier persona.
A él le encantaba mirarla desde la oscuridad de su mesa en aquel bar. Le gustaban sus gestos, sus manías, ¡hasta le gustaba la forma en la que ella servía los cafés! Mirándola él era el hombre más feliz del universo.
Misma rutina de siempre. Oficina, casa y su mujer. Esa señora maltratada por los años y que ya no mostraba el mínimo interés por su esposo. Él estaba cansado de su vida, sino fuese por esa muchacha que le había robado el sueño desde hace unos meses ya no dibujaría ninguna sonrisa en su cara.
Esa noche rompió la rutina. Él decidió decirle algo más que hola. La conoció y supo que le gustaba la música para bailar, que le encantaba pasear por parques e ir a las discotecas para conocer a algún chico. Él no paraba de reír con cada palabra que aquella chica le decía. Tenía tanta gracia en su boca, estaba tan llena de juventud. Apenas estudiaba, dejó bachillerato en el primer año, ya había conocido lo que era trabajar en un lugar repleto de personas.
Sus ojos brillaban al salir del bar. La luna alumbraba cada calle por la que él pasaba y un ligero viento acariciaba su nuca. Se sentía bien.
Entró en casa. Su mujer no le esperaba despierta. Llegó a la habitación, ella dormía desde hacía rato, él se sentó al borde de la cama. Se quitó los zapatos, luego los calcetines y más tarde haría lo mismo con los pantalones, camisa y chaqueta. Se tumbó en la cama, pero no pudo dormir. No paraba de recordar la conversación con esa chica, todo lo que se había reído con ella. Apenas la había conocido y ya la echaba de menos. Bajó las escaleras y se tumbó en el sofá, encendió un cigarrillo y se quedó pensando en sus ojos. El cigarrillo iba consumiéndose pero él ahora no tenía tiempo para pensar en eso. ¿Qué le estaba pasando?, ¿ estaba loco?, podría ser su padre se repitió continuamente. En ese instante su mujer bajó al salón y le miró preocupada.
-¿Qué te pasa?. Preguntó.
-Nada. Le respondió él de una forma seca.
-¿ Vamos a dormir?. Volvió a preguntar.
-Ahora mismo voy. No tardo.
Su mujer subió. Se metió en la cama y comenzó a llorar. Guardaba tanta rabia en su interior. Sabe de sobra lo que le estaba pasando a su marido. Hacia tiempo que él ya no estaba con ella. Hacia tiempo que él viajaba con su mente junto a esa camarera de apenas unos dieciocho años. Le había estado observando cada noche por aquella ventana casi invisible en el bar, sabía como él la miraba. Esa mirada con la que la enamoró, esa mirada que ya no la buscaba a ella. Pero guardó silencio y durmió. Quizás ya era tarde para volver atrás.
Su marido se tumbó junto a ella y dándole la espalda durmió también. Dos extraños en la misma cama. Dos personas maltratadas por el viejo amor convertido en costumbre ahora.

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